El quinto y sexto miércoles pasaron.
Después de dos meses, las palabras que Ai-lan había preparado habían sido cambiadas, abreviadas, y al fin se habían convertido de "Ven a buscarme; te estoy esperando" a "Ven pronto..." Pero nunca tuvo oportunidad de decirlas.
Primero pensó que Ma Tse-chen se hubiera enfermado. Se le ocurrió que debería ir a verlo en su dormitorio, pero cuando pensó en todos esos solteros yendo de un lado a otro en el dormitorio, el pecho desnudo y en calzoncillos, abandonó la idea. Además, si sólo tenía un resfrío, estaría bien en tres o cuatro días y seguramente vendría a verla. Pero después de dos meses sin ver ni la sombra de Ma Tse-chen, Ai-lan comenzó a preocuparse seriamente. Pensó que podría estar enfermo de gravedad y que ella podría haber sido la causa de esa enfermedad. Comenzó a reprocharse a si misma, juzgando que había sido demasiado testaruda. Las acciones de Ma Tse-chen aquella noche no habían sido tan irrespetuosas... Pero aún así, Ai-lan no fue a verlo, aunque no pasaba un minuto sin pensar en él, esperando que llamara por teléfono o que viniera en persona.
Cuatro meses después de la partida de Ma Tse-chen, Ai-lan había ido al dormitorio. Caminó tímidamente por la callejuela de pedregullo, pero cuando un hombre de pecho desnudo y zapatillas de madera vino a la puerta, mirándola fijamente mientras escupía al suelo, Ai-lan llamó apresuradamente un triciclo que pasaba y se alejó en él, confundida y nerviosa.
Por todo el año siguiente Ai-lan se aferró a su idea de que Ma Tse-chen volvería a buscarla, a no ser que algún golpe le hubiera quitado la memoria, o que hubiera muerto de apendicitis aguda... Muerto? La idea de la muerte le resultó horrible; cuando le venía ese pensamiento, casi gritaba de miedo. Y por qué pensaba de pronto que Ma Tse-chen estuviera muerto? El había sido su buen amigo; cómo podía pensar en él, muerto? Nuevamente comenzó a reprocharse. Pero cómo podía estar segura de que no le había ocurrido algo? Desde ese día Ai-lan leyó les noticias de funerales, accidentes y suicidios en los diarios, y al hacerlo le temblaban las manos y se le oprimía el corazón.
Un año y medio después de su separación, Ai-lan oyó que él vivía y sería transferido nuevamente a Taipei. Pero tres años más tarde, cerca de Navidad, Ai-lan recibió una postal desde Hong Kong con el frío mensaje: "Feliz Navidad. Espero que nos volvamos a encontrar". Ai-lan leyó y releyó esas palabras, deseando encontrar un sentido oculto; finalmente encerró la postal en su caja con las fotos de sus padres.
Ai-lan había cambiado mucho en esos años, física y mentalmente. Aunque no se daba cuenta de esos cambios, subconscientemente la molestaban. Poco a poco perdió interés en mantenerse informada de las noticias, pero comenzó a preocuparse con los anuncios de matrimonio. La sorprendía que todos los diarios tuvieran tantos de esos anuncios en grandes caracteres rojos. "Nosotros dos, de mútuo acuerdo y amor... vivir juntos hasta la ancianidad de cabellos blancos... ". Cada vez que veía esas palabras se sentía traspasada, aunque no sabía con qué o dónde; sólo sentía el dolor en su corazón. Nunca había querido deliberadamente leer esas palabras, pero los grandes caracteres rojos atraían la atención como si saltaran ante los ojos del lector. Finalmente hasta eso comenzó a perder su doloroso atractivo.
Vivía una vida monótona, precisa, equilibrada, mecánica. Cada día se ajustaba al mismo molde: cocinar su avena, meter su llave en la cerradura, caminar suavemente en la calle pavimentada, ir al trabajo, ponerse el auricular, maniobrar las líneas, oír con frialdad y calma las animadas conversaciones: "Hola, Florería París... Sí, usted sabe, esos ramos para novia... sí, sí". "Ha! Ping Lo? Sí, mañana al mediodía, diez mesas, un casamiento. Si, ambiente alegre". A veces, después del trabajo o en días de descanso salía a pasear sola por las calles, pero no la atraían ni el cine ni las multitudes. A veces iba al Parque Nuevo, sentándose silenciosamente en el césped, al lado del estanque de lotos, con los ojos cerrados, hasta que sentía la espalda caliente con el sol o hasta que una tos significativa la alarmaba moviendola a levantarse rápidamente y caminar hacia fuera del parque con la cabeza inclinada.
Con frecuencia pensaba en los tiempos cuando había salido con Ma Tse-chen en un "sanluenche", recordando la suave brisa que había acariciado su cabello. Entonces sacudía la cabeza y apretaba los labios contra esa memoria.
Por algunos años, en cada Año Nuevo, su tío había mandado a sus primos a invitarla a celebrar la fiesta con ellos. Ai-lan llevaba una caja de caramelos o un juguete. Pero desde su trigésimo cumpleaños comenzó a sentirse más apática hacia esos festivales. Un año Ai-lan había prometido a su tío que iría para el Festival de la Luna a comer con ellos los pasteles de la luna. Al llegar, habían empezado a comer y la mesa estaba rodeada de viejos y jóvenes, todos charlando ruidosamente. Se la invitó a sentarse y ella se estrujó en el lugar disponible. Pero cuando preparaba sus palillos para tomar su segundo bocado, su tío tosió y habló:
"Eh, este, no es para hablar del pasado... Ah, no se puede poner la mira muy alta en estos tiempos, lo que hay que hacer es contrar a alguien lo más pronto posible."
Desde ese día, Ai-lan nunca volvió a casa de su tío para los festivales.
En sus momentos de mayor soledad Ai-lan pensaba en lo que su tío había llamado "lo que hay que hacer", pero entonces recordaba las promesas que se habían hecho con Ma Tse-chen: él no comería comidas picantes, no fumaría tabaco barato, y también los desgarbados caracteres en la tarjeta de Navidad que le había mandado "en el futuro". Y recordaba especialmente aquella noche cuando se habían sentado en el césped del Parque Nuevo. Nunca había estado tan cerca de otro hombre. Después de haber estado tan cerca de Ma Tse-chen, cómo podía imaginarse tan cerca de otro hombre?
Entre sus compañeros de trabajo en la compañía de teléfonos había un hombre bajo y gordo, que alguna vez le había demostrado alguna preferencia. Era un señor Chang, un jefe de sección, cuya esposa había muerto un año antes, dejándole dos hijas adolescentes. Una vez, después del trabajo, había acompañado a Ai-lan hasta la estación del ómnibus, y al partir el ómnibus ella vió que él también había subido. El había sonreído como excusándose y se había sentado a su lado, continuando con lo que había comenzado a decirle de sus hijas mientras esperaban el ómnibus. Le dijo que al morir su esposa, tenía una cantidad de gallinas, pero ahora nadie las alimentaba y sólo quedaban dos de cabeza negra También le había dicho qué buenas y obedientes eran sus hijas, especialmente la mayor que se parecía mucho a su madre y hasta sabía bordar a máquina.
Ai-lan procuraba nerviosamente mantener su cuerpo separado de él, escuchaba nerviosamente, respondía nerviosamente "Oh, de veras? Qué bien!" No comprendía por qué este hombre bajo y gordo quería agasajarla con esas detalladas anécdotas de su vida de familia. Tampoco entendía por qué debía él acercar su cara tanto a la de ella de modo que ella podía oír su aliento pasando por su garganta. Una parada antes de la suya, Ai-lan se levantó bruscamente y abriéndose camino entre los pasajeros, fue la primera en bajar. Tan pronto como bajó se lanzó hacia adelante, aunque le pareció oír la voz de protesta del señor Chang "Eh, señorita Ku, espéreme, la acompañaré a su casa".
Esa noche la había pasado dándose vuelta en la cama, viendo siempre el estómago saliente de Chang, los bordes ennegrecidos de sus mangas y el sweater con un botón colgando que solía usar en la oficina. Recordó cómo los labios le temblaban nerviosamente al hablar, y también el denso mostacho, y ya no pudo dormir.
Aunque la dueña de casa no aceptaba chicos, en cambio aceptaba pollos y tenía varios de razas mixtas. Cuando Ai-lan se encontró desconcertada, descubrió que los pollos despertaban su interés, especialmente los recién nacidos que parecían bolitas de algodón amarillo. Después de cenar se solía quedar junta al criadero de pollos, mirándolos comer. A veces hasta les hablaba en un lenguaje desconocido a los hombres. Además de contemplar los pollos, comenzó a llenar de tierra las líneas de latas de avena en su ventana y a plantar algunos vegetales. Regarlos, agregarles tierra, sacarles yerbas inútiles se convirtió en otro de sus pasatiempos.
(Continuará)