29/04/2024

Taiwan Today

Taiwán Hoy

Amor constante, corazón fiel

01/11/1999
Se necesita mucha paciencia para ocuparse de gente con discapacidades graves, que normalmente precisan de cuidados toda su vida.

on el sol de la mañana el Asilo St. Anne, situado al final de la calle Chung Shan Norte de la ciudad de Taipei, presenta un aspecto particularmente tranquilo. Un joven chino atraviesa el patio, cuando es interpelado acerca del paradero de la Hermana Petronelly Koulers. La expresión un tanto alelada en su rostro revela que es “diferente” de la gente de su edad. “Allí”, señala vagamente, girando en dirección hacia una monja de pelo plateado.

El joven dice que se llama Jack. La Hermana Petronelly, una monja católica holandesa de setenta y seis años, es prácticamente su madre y lleva veintitrés de ellos, día y noche, en el Asilo St. Anne. “No tenía más que dieciocho meses cuando sus padres lo enviaron aquí hace veintidós años”, dice. “Su padre era médico y su madre, enfermera. No vinieron a dejar algo de dinero para su mantenimiento hasta un tiempo después. Y luego sencillamente desaparecieron para siempre, se fueron a Estados Unidos”.

Así es como fue abandonado el joven deficiente mental en el Asilo St. Anne, un refugio para muchas almas olvidadas por la sociedad. La idea original de crear una institución como el Asilo para niños con problemas físicos y mentales partió de un sacerdote, también holandés, que desde hace algunos años se encuentra enfermo y hospitalizado en Taiwan. Comenzó sirviendo en China continental en 1946, para trasladarse a la isla en 1951. En un viaje de vuelta a su país en 1972 se encontró con la Hermana Petronelly, por entonces rozando la cincuentena y que lo conocía desde su infancia. Ella tenía ya una larga experiencia de veintidós años cuidando de niños especiales en Holanda, y el sacerdote le pidió dejar su ciudad natal y poner en marcha un centro similar para niños discapacitados en Taipei. Tras un resuelto “¡Sí!” por respuesta, ese mismo año la Hermana Petronelly vino a Taiwan, un lugar completamente extraño para ella en ese entonces. Cuatro años más tarde, y gracias a donaciones procedentes de Holanda, se fundó el Asilo St. Anne.

Amor constante, corazón fiel

El Refugio Infantil Puerta de la Esperanza alimentó y vistió a muchas niñas. La más veterana de las que pasaron por allí tiene ahora cincuenta años.

En la actualidad son cincuenta y dos sus residentes, pero sólo una tercera parte de los padres contribuye al mantenimiento de sus hijos. Nacidos con síndrome de Down, parálisis cerebral y otras afecciones similares, la mayoría tienen dificultades para hablar y moverse por su cuenta; Jack es una excepción. Actualmente cuidan de ellos tres misioneras católicas junto a personal local contratado.

“Cuando vine aquí la gente era muy pobre y no sabía qué hacer con esos niños. A muchos simplemente los dejaban delante de nuestra puerta”, dice la monja holandesa señalando la entrada al asilo. En el segundo piso, donde están los niños con discapacidades más graves (en realidad, muchos son adultos que parecen niños por haberse atrofiado su desarrollo), se aproxima hasta una diminuta forma humana con el pelo rapado. “La abando-naron en la puerta y ahora tiene veinte años. No sé quiénes son sus padres”, dice la Hermana Petronelly, mirando compadecida a la joven. “Es ciega y muda, y se come cualquier cosa –incluyendo su pelo, que por eso se lo tenemos que dejar siempre muy corto”.

La monja recuerda cómo una vez, hace tres años, recogieron a la puerta del asilo en días diferentes y en el espacio de una semana a tres criaturas –de una semana, dos semanas y un mes de edad respectivamente. “Me dolió en lo más profundo”, afirma con una cierta indignación. “Sus padres deberían haber venido a hablar conmigo. No simplemente poner a los niños en la puerta, como si fueran perros; se trata de vidas humanas”.

Requiere gran paciencia y energía cuidar de los niños, especialmente de los enfermos. Sin embargo, en opinión de la Hermana Petronelly todos los seres humanos merecen ser amados. A la pregunta de por qué decidió hacerse monja responde que, sencillamente, quiso serlo. “De joven tenía un novio, pero yo deseaba hacer algo especial”, cuenta riéndose. “Así que rompí con él y a los veintidós años entré en un convento”.

Para la monja, que ha demostrado una constante preocupación por estos desafortunados niños a lo largo de casi cincuenta años (primero en Holanda y luego en Taiwan), es una decisión de la que no se arrepiente. Y la isla se ha convertido ya en su hogar lejos del hogar. “La gente aquí es muy agradable. Durante los fines de semana vienen jóvenes a ver a los niños y los llevan al parque del vecindario. Hoy día los taiwaneses también nos hacen donaciones y gracias a su ayuda financiera nuestros niños pueden ir a la escuela”, dice; y añade que actualmente hay siete niños de St. Anne asistiendo a una escuela elemental especial. “Me gusta la gente de aquí. De vez en cuando vuelvo a Holanda, pero siempre me alegro de regresar aquí. Mi corazón está en Taiwan”.

Amor constante, corazón fiel

El Padre Luis es un buen amigo de los leprosos y procura siempre confortar a esta gente, olvidada por una gran parte del resto de la sociedad.

espués de llevar viviendo en Pingtung (en el sur de Taiwan) más de treinta años, la Hermana María Isabel Elizari de España constituye otro ejemplo de prolongada dedicación al trabajo social cristiano. “Al principio había pensado ir a Africa en vez de Taiwan, que por entonces me era completamente desconocido”, explica la Hermana Isabel de las Hermanas Dominicas del Santo Rosario de la Iglesia Católica. “Pero la orden a la que pertenezco dijo que se me necesitaba en Taiwan; sabe, uno de los tres votos que tomamos las monjas es el de obediencia –así que me vine”.

En un primer momento la Hermana Isabel, que ahora tiene cincuenta y seis años, sirvió en una pequeña clínica obstétrica y en el orfanato próximo, ambos fundación de la Iglesia Católica. No obstante en 1985, con la mejora en los servicios médicos en Taiwan la clínica, de sólo diez camas, parecía demasiado pequeña en comparación con los nuevos grandes hospitales y cerró; al poco tiempo, también el orfanato para niñas dejó de funcionar. Ambas insti-tuciones, sin embargo, sirvieron para atender a mucha gente cuando Taiwan no había alcanzado aún su actual grado de desarrollo. “Mi vida me parecía cargada de sentido cuidando de aquellas niñas desamparadas. Ellas me veían como su madre y todavía hoy me siento próxima a ellas”, dice la monja sonriendo. “Ahora son todas mayores. De vez en cuando vienen a verme y durante el Año Nuevo Chino nos juntamos –como una reunión de familia”.

Hoy en día la Hermana Isabel aún tiene muchas cosas de las que ocuparse. A través de conocidos y amigos trata de encontrar a gente necesitada de ayuda, como ancianos y enfermos. La Hermana Isabel también va a los hospitales a confortar a los pacientes y visita en su domicilio a quienes, encontrándose en situación desesperada, puede ofrecer consuelo. “Si la distancia no es mayor de veinte kilómetros voy en moto; si no, en coche”, dice la monja. “Sencillamente, voy allí donde alguien precisa de ayuda, nada más”.

La Hermana Isabel lleva desde 1985, cuando cerró la clínica obstétrica, dando clase una vez a la semana a los reclusos de la prisión de la ciudad de Pingtung. Hace cuatro años empezó también a desempeñar labores de asesoría en el centro de desintoxicación para drogodependientes con que cuenta la prisión. Actualmente acude a ésta todos los miércoles por la mañana para visitar a los reclusos y todos los miércoles por la tarde para ver a los drogadictos.

A lo largo de los años la Hermana Isabel ha ayudado a tantos presos en la cárcel de Pingtung que muchas veces alguno la saluda por la calle. “Si alguien en el tren me ofrece un asiento, ya sé que debe ser uno de ellos. Otra gente es más difícil que me haga ese favor”. Cuando sucede, la monja pregunta: “¿Dónde nos hemos conocido?” –a lo que habitualmente siguen risas cómplices por ambas partes.

La Hermana Isabel sigue visitando a los antiguos reclusos aun después de dejar éstos la prisión. “Voy a ver qué tal les está yendo y si han encontrado trabajo”, explica, admitiendo que algunos retoman viejos hábitos y vuelven a ser enviados a la cárcel.

“En realidad, todos los presos de por sí son buenos. Muchos cometen crímenes a causa del entorno social dañino que los rodea”, afirma comprensiva la monja. Los problemas relacionados con la droga a ella le parecen cada vez más graves y cree que deberían atraer un máximo de atención por parte de la sociedad taiwanesa. “Sabe, cada dos semanas llegan sólo desde Kaohsiung y Pingtung a la clínica de desintoxicación de aquí más de cien drogadictos. Así que, ¿cuál es el futuro de Taiwan?”.

Aunque le preocupan las generaciones futuras de isleños, a la Hermana Isabel cada vez le gusta más Taiwan –en especial Pingtung, donde lleva varias décadas viviendo. “La gente de aquí es realmente encantadora. Cada vez que dejo Pingtung, estoy ansiosa por volver”. ¿Cuándo piensa retirarse? La monja española contesta bromeando que “no mientras no tenga un accidente con la moto”– lo que significa que seguirá trabajando mientras pueda. En cualquier caso, la Hermana Isabel quiere regresar a España cuando se halle enferma e incapaz de continuar. “En el norte de España nuestra organización ha creado una institución para albergar a las monjas jubiladas o enfermas que han vivido en el extranjero. Iré allí a que cuiden de mí junto a las demás. No quiero que la gente ande con más preocupaciones encima simplemente porque hay una monja enferma; pero estoy segura de que mantendré el contacto con mis amigos de aquí, y ciertamente los echaré de menos cuando vuelva a mi país”.

Misionera perteneciente a la Misión de la Alianza Evangélica (TEAM, siglas en inglés) y recientemente de vuelta en su ciudad natal de Santa Barbara, California, Kathryn Merrill también tiene muchos amigos e “hijas” en la isla. “Cuando yo era todavía pequeña, mis padres contribuían al mantenimiento de una niña en un orfanato en Shanghai administrado por la Misión Puerta de la Esperanza, y al rezar por el orfanato sentía que Dios me llamaba a hacer este tipo de labor”, dice Merrill, de sesenta y cinco años, que ejerció de profesora en Estados Unidos antes de venir a Taiwan. “Y me gustan los niños, me gusta enseñar a los niños. Así que estaba muy interesada en este trabajo”.

La Misión Puerta de la Esperanza fue creada en Shanghai con carácter de misión religiosa orientada a ayudar a niños y niñas chinos sin recursos ni hogar. En 1954, cuatro años después de dejar Shanghai a causa de la revolución comunista, la organización estableció la Misión Puerta de la Esperanza de Taipei y comenzó a recoger a niñas en situación desesperada. Otros cuatro años más tarde la TEAM se hizo cargo del centro y cambió su nombre por el de Refugio Infantil Puerta de la Esperanza. La mayoría de las niñas no eran huérfanas, pero procedían de hogares pobres y sin uno de los padres. Merrill se incorporó para colaborar en 1960 y empezó a estudiar mandarín antes de entrar en servicio en el centro. “Al venir a Taiwan sentí que sería el trabajo de mi vida. No tenía intención de ir a ningún otro país”, explica.

Cuando Merrill entró, había unas 110 chicas viviendo en el hogar. “Trataba de aprender sus nombres y hablarles en mandarín”, dice riéndose y echando mano de un montón de álbumes de fotos, para después detenerse en una en concreto: “Este fue el primer día de colegio en 1963 para nuestras chicas”, dice señalando una foto de estudiantes poniéndose en marcha para ir a clase. “Y éste es el comedor donde hacían los deberes y tenían servicio religioso todas las noches”. Merrill irradia satisfacción mientras desgrana sus recuerdos al hilo de las fotos en que ha quedado plasmado el proceso de crecimiento de sus hijas espirituales, literalmente alimentadas y vestidas por ella y otras misioneras a lo largo de todos esos años. “La chica de más edad de entre las que han pasado por el hogar tiene ahora más de cincuenta años, y la menor unos treinta y dos. Muchas de ellas se casaron y sus niños me llaman ‘abuela’”.

Pero los tiempos cambian, y el Refugio Infantil Puerta de la Esperanza cerró en 1977 porque, según Merrill, se hacía cada vez más difícil encontrar personal. “Además, por aquel entonces Taiwan había puesto en marcha algunos programas de servicio social de ayuda a los necesitados, algo que en los años 50 no existía”, dice. Ese mismo año murió el padre de Merrill y ella regresó a Estados Unidos para cuidar de su madre. Ocho años después volvió a Taiwan y en 1987, en la sede original del refugio, creó un centro destinado a servir de lugar de encuentro para las niñas crecidas en Puerta de la Esperanza.

A la pregunta de si no le gustaría casarse y tener una familia, Merrill responde, entre risas, que si bien como evangélica podría hacerlo, Dios no le ha proporcionado a nadie. “En cualquier caso, eso no es problema pues me ha dado muchas hijas. Ellas son mi familia”. Merrill se mantiene aún en contacto con más de 170 chicas en Taiwan y unas sesenta en un total de otros once países. Algunas siguen sembrando las semillas del amor apadrinando a niños en países pobres, como una forma de devolver lo que en su momento recibieron. Una de ellas se ha convertido en la compañera de trabajo de Merrill en el centro que ésta fundara en 1987.

“Ha sido una experiencia muy positiva para mí”, dice Merrill refiriéndose a su paso por la isla. Pero le ha llegado el momento de volver a Estados Unidos, ya que la TEAM anima a sus misioneros a regresar a sus países de origen “antes de hacerse demasiado mayores” para readaptarse a la vida de allí. “Alquilaré un apartamento, y puedo ayudar en las iglesias con servicio en inglés o en chino, pues en ambas tengo muchas amistades”, señala. “Pero no quiero dejar de mantener el contacto con mis amigos de Taiwan. Vendré a visitarlos, en algún momento en el futuro”.

a mayoría de los misioneros extranjeros que llevan bastante tiempo en la isla hablan bien el mandarín, y unos cuantos también entienden el taiwanés. Ahora bien, ¿puede alguno de ellos comunicarse en las lenguas de los aborígenes? No son muchos, y por eso el Padre Anton Josef Weber, de la congregación católica Siervos del Verbo Divino, resulta una excepción.

Esta facilidad con las lenguas indígenas le parece natural a cualquiera que conozca a este sacerdote del sur de Alemania. Ha pasado treinta y cuatro años en Taiwan, muchos de ellos en contacto con los aborígenes de la isla –en particular los Tsou de las montañas del distrito de Chiayi, en el sur de la isla. “Mi organización decía que hacían falta misioneros en Taiwan en esos momentos, y a mí también me apetecía venir aquí”. De modo que el Padre Weber vino a Taiwan en 1965, con veintiocho años, dispuesto a seguir a un viejo sacerdote alemán que había servido en Gansu, China continental, y a ejercer su ministerio en los poco desarrollados términos municipales de la Montaña Ali en el distrito de Chiayi.

“La vida era bastante sencilla en aquel entonces, pero las comunicaciones dejaban bastante que desear”, recuerda el sacerdote. Primero, si quería viajar desde la ciudad de Chiayi hasta las montañas, tenía que pasar cuatro horas en el tren; y una vez desembarcado en la estación, el camino a los pueblos le llevaba entre una y dos horas andando. “Pero una vez te acostumbrabas al viaje, no era nada”, añade el Padre Weber, que trabajó en las montañas dieciséis años y ahora lo hace en la ciudad de Chiayi.

Durante los treinta y dos años que este sacerdote lleva al servicio de los aborígenes (pasó primero dos años en un centro de aprendizaje del mandarín para misioneros en Hsinchu), no sólo ha ayudado a fundar cooperativas de crédito –unas entidades financieras en las aldeas aborígenes que, entre otras cosas, han animado a sus habitantes a desarrollar el hábito del ahorro– sino que también ha cooperado con el sector público en proyectos destinados a mejorar su ambiente de vida. A finales de los años ochenta, el Padre Weber asumió el puesto de director de un dormitorio de estudiantes en la Ciudad de Chiayi para jóvenes aborígenes de un colegio católico próximo. En la actualidad se alojan allí 120 estudiantes, y a aquellos que tienen problemas económicos los Siervos del Verbo Divino les ayudan a costear sus estudios.

Igualmente impresionantes son los esfuerzos del Padre Weber para ayudar a preservar las culturas indígenas con su investigación sobre la lengua Tsou, en unos momentos en que el Gobierno mantenía aún la política de promover el uso exclusivo del mandarín. “La lengua Tsou es muy hermosa, pero aunque los mayores todavía la usan, las generaciones jóvenes se van alejando cada vez más de ella y a menudo hablan a sus padres en mandarín”, se lamenta el Padre Weber, que puede predicar en una y otra con igual fluidez.

Pero es aún más difícil preservar las lenguas indígenas si carecen de una escritura propia, por lo que el Padre Weber comenzó a emplear el alfabeto latino para transcribir la lengua Tsou. Posteriormente colaboró con un lingüista húngaro que en la actualidad enseña en la Universidad Providencia en el distrito de Taichung, en el centro de Taiwan, en la compilación de un diccionario Tsou-Alemán. Con información proporcionada por el sacerdote, dicho estudioso ha escrito además una tesis doctoral sobre esta lengua.

“Espero que la generación joven de la tribu Tsou llegue a ser capaz de escribir, además de hablar, su lengua materna”, dice el sacerdote y profesor, que llegó a dar clases de alfabetización en ésta a los Tsou. Afortunadamente, en los últimos años el Gobierno de la República de China ha empezado a animar a la gente a proteger las lenguas de los aborígenes de la isla. Pero impresiona aún más la preocupación del Padre Weber por el futuro de la lengua Tsou si se tiene en cuenta que su esfuerzo protector hacia las culturas indígenas de Taiwan es anterior al del Gobierno. Este misionero extranjero parece, en cierto sentido, más “taiwanés” que la mayoría de la gente de la isla.

tro sacerdote extranjero procedente de los Alpes es el Padre Luis Gutheinz, un austríaco de sesenta y cinco años que se crió en una pequeña aldea cuyos habitantes eran todos católicos. “Hacia los quince años sentí en mi interior la llamada al sacerdocio”, señala. Después, tras escuchar en una reunión en Octubre de 1952 a un joven líder católico decir “Y ahora recemos todos por los cristianos que viven oprimidos en China”, el Padre Luis volvió a sentir una llamada en su interior. “No puedo decir por qué, pero siempre me había atraído Asia –y especialmente China. Entonces, en esos momentos, Dios me dio por fin una respuesta y tuve claro cuál era mi elección: decidí ir a China”.

Así que Taiwan, por tratarse de una sociedad china, se convirtió en el destino del Padre Luis. En 1961, y después de una travesía por mar de cinco semanas, llegó a Asia Oriental. Todavía recuerda la primera vez que vio multitudes de chinos al hacer escala en Hong Kong el barco que le traía a Taiwan. “Me dije a mí mismo: ‘Sí, me gusta. Mi elección es la correcta’”, rememora visiblemente excitado. “Luego llegué a Keelung [en el nordeste de Taiwan]. Yo había vivido siempre en los Alpes, sabe, así que me parecía un espectáculo grandioso el mar extendiéndose hasta el horizonte”, cuenta el jesuita.

Lo cierto es que el Padre Luis, que actualmente enseña teología en la Universidad Católica de Fu Jen, en el distrito de Taipei, impresiona fácilmente a cualquiera con su energía –ha escalado la Montaña de Jade dieciocho veces, hazaña más que notable teniendo en cuenta que, con sus casi 4.000 metros, es el pico de mayor altura de la isla. Pero donde su invencible entusiasmo se pone más claramente de manifiesto es en lo que ha hecho por los leprosos de Taiwan, un grupo de gente condenada al ostracismo y la marginalidad por la mayor parte del resto de la sociedad.

El Padre Luis nunca había pensado en cuidar leprosos antes de que, un día, un viejo sacerdote italiano le hablara de que se necesitaba alguien joven para ayudar en el Sanatorio de Le Sheng, una leprosería en el distrito de Taipei. El Padre Luis todavía se acuerda del día que acudió a Le Sheng con el viejo cura, el 21 de septiembre de 1975, y reconoce que este su primer encuentro con leprosos lo dejó impresionado, especialmente la visita a una zona aparte ocupada por pacientes que sufrían al mismo tiempo de lepra y alguna enfermedad mental. La experiencia le resultó tan dolorosa que, después de volver a la iglesia ese mismo día, lloró y rezó a Dios, incapaz de comer nada. “Le dije al Señor que padecer una de esas dos enfermedades me parecía ya una tortura suficientemente terrible –¿por qué debía haber gente con las dos? Era demasiado”, recuerda el sacerdote.

Aún menciona el Padre Luis otra circunstancia que pesó en su decisión: en un principio su hermana pequeña estuvo a punto de hacerse monja e ir a Corea a cuidar allí de los leprosos, pero la muerte repentina de su madre la abocó a quedarse en casa y ocuparse de la familia. Así que al ver a los leprosos de Le Sheng el sacerdote pensó en su hermana y se le ocurrió que de alguna forma satisfaría la vocación nunca cumplida de ésta.

El Sanatorio Le Sheng ha centrado, durante los últimos veinticuatro años, los principales esfuerzos del Padre Luis. En colaboración con presbiterianos y budistas ha procurado mejorar las condiciones de vida de sus residentes proporcionándoles asistencia tanto espiritual como monetaria. Todos los domingos celebra misa en una capilla y de forma regular hace un recorrido por las diferentes salas, envueltas en una atmósfera cargada de tristeza y dolor a causa de la enfermedad y el padecimiento omnipresentes. Los pacientes son todos gente de edad a los que, en su mayoría, la lepra ha dejado sin al menos parte de sus brazos o piernas. Aunque el común de la gente es probable que tienda a evitarlos, y ello pese a no ser infecciosa la enfermedad si la persona ha recibido atención médica, al sacerdote le gusta conversar con los pacientes e interesarse por su situación. Se acerca a ellos, les propina unas cariñosas palmadas en la espalda y estrecha sus manos cálidamente. A sus ojos, son amigos para toda la vida.

El reto al que se enfrenta el Padre Luis es que, con el paso del tiempo, estos viejos compañeros han ido poco a poco falleciendo y hoy la cifra de setecientos enfermos con que contaba el sanatorio cuando llegó por primera vez se ha visto reducida a la actual de poco más de cuatrocientos; un hecho que, por otro lado, indica que hoy son raros los casos nuevos de lepra. Pero el sacerdote austríaco está decidido a no dejar de trabajar nunca en favor de los leprosos y hace un par de años, tras su viaje de visita a algunas leproserías en el sur de China continental, comenzó a solicitar donaciones para los cientos de miles de leprosos de al otro lado del Estrecho de Taiwan. Otra misión, otro difícil objetivo que alcanzar en la vida –por lo visto, para el Padre Luis el amor no tiene fin.

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