En cierto lugar remoto habitaban dos dioses de la tierra, uno en la montaña del sur y otro en la del norte. Como se habían situado en lugares tan alejados, no habían recibido incienso o cualquier otra forma de sacrificio desde hacía mucho tiempo, por lo que estaban a punto de morir de hambre.
Un día, el dios de la montaña del sur vio pasar por allí a un joven pastor de vacas. Sin dudarlo ni un instante, el dios salió a estrecharle la mano y a darle varias palmadas en la espalda.
Cuando llegó a casa, el muchacho empezó a sentir mucho calor en el cuerpo y cayó enfermo. Su familia estaba muy preocupada por su enfermedad, pero de repente escucharon una voz que provenía de la boca del muchacho: "Soy el dios de la montaña del sur. He venido para alejar la enfermedad que ha sido causada por los espíritus de la montaña. Si vais al templo del dios de la Jierra, cortáis un trozo del árbol de alcanfor que hay delante de él y se lo dais en infusión al muchacho, se curará en seguida".
Aquella gente se inclinó hasta el suelo cuando escuchó al dios de la tierra. El padre del muchacho, siguiendo sus instrucciones, cortó un trozo del árbol de alcanfor, lo hirvió y se le dio a su hijo para que lo bebiera. Un cuarto de hora más tarde, el enfermo había sanado pur completo.
Al día siguiente, su familia le envió al dios en agradecimiento por su ayuda, muchos regalos, entre los que había una cabeza de cerdo y cinco animales de sacrificio. El dios se sintió muy contento por el éxito que habían tenido sus ardides y mandó a un sirviente a que invitara al dios de la montana del norte a cenar con él.