19/05/2024

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Literatura: Llamado a los Espíritus

06/03/1976
(viene del Nº anterior) "Aquí estamos en la calle Ya Chiang. El hospital está cerca del Parque Nuevo ­ exactamente al este; esta noche aparecerá una persona útil y después de media noche vendrá una gran fortuna". Oyendo eso, la madre miró a su hija con expresión de esperanza y suspiró suavemente. La hija no dijo nada pero comprendió el pensamiento de su madre: un nuevo doctor haría la operación. "Aunque el chico no esté en casa, tenemos que llamar su espíritu". "Sí, sí" dijo el padre respetuosamente, como deslumbrado. La hija frunció el ceño ligeramente. Ella no entendía eso de "llamar a los espíritus" pero la hacía sentirse incómoda. Le recordó inmediatamente la rosa seca. De pronto sintió disgusto por el monje Taoísta. Qué ignorante, hipócrita y jactancioso! Al mismo tiempo notó que su padre aparentemente creía en él; experimentó como una corriente de desengaño. Pensó entonces que uno debe acomodarse al ambiente - era una de las cosas que creía su Padre; especialmente en medio de la desgracia. La superstición era algo estúpido; pero no era también un error la excesiva autoconfianza? La vida transciende el entendimiento; lo mismo el hombre y todas las cosas. "Bueno, empecemos la ceremonias enseguida" dijo el monje. Primero debemos quemar tres varillas de incienso." La madre trajo las tres varillas de incienso y después que el padre las encendió, el monje las clavó en el vaso lleno de arroz. Todo estaba listo en la mesa. Los tres sacrificios estaban en el centro, el agua clara al frente, el amuleto amarillo detrás, la rosa a la izquierda y el tigre de papel a la derecha. El monje tomó la campanilla de bronce y comenzó a agitarla lentamente. Después de dos campanazos más fuertes continuó con un campaneo rítmico; entonces empezó a canturrear, un murmullo lento y tenue que confundía las palabras en un sonido incomprensible. De pronto cesó; cesó también el repique de la campanilla; comenzó nuevamente, en un tono más alto pero todavía sin prisa como el sonido de la cigarra en un mediodía de verano. Al principio la hija no prestó atención. Después comenzó a escuchar atentamente pero sólo pudo distinguir algunas frases sin ilación: ...sacrificios ...soldados celestiales... tigre blanco... paz... Notó que cada vez que mencionaba al "tigre blanco", el monje levantaba su mano izquierda con los dedos estirados y el pulgar junto a su nariz y suspendía el canturreo por algunos segundos. Tres veces tomó la ramita de rosa, sumergió el pimpollo en el agua clara y roció los tres sacrificios. Al decir "ceremonia" su voz se elevaba y temblaba, su mano derecha golpeaba ferozmente la matraca, su pie derecho pateaba el suelo y el ritmo de la campanilla se aceleraba hasta ser muy rápido y sonoro. Era sorprendente, pero sus padres permanecían inmóviles, dando toda su atención al monje. Su madre estaba con manos sobre el pecho, sus ojos fijos en la cara del monje. Su padre estaba cerca de su esposa; su actitud de indiferencia había desaparecido, substituida por algo que parecía esperanza, o más bien súplica. Se frotaba las manos y al darse cuenta de ello cesaba abruptamente, para comenzar de nuevo, sin darse cuenta. La chica notó que cuando el monje comenzó por primera vez a levantar la voz y golpear el suelo con el pie, su padre había comenzado a estremecerse, como pinchado por una aguja. El canturreo se hizo más y más rápido, el tono más estridente con algunos sonidos roncos y con el sonido acelerado de la campanilla las palabras salieron con mayor velocidad hasta el frenesí, como un arco estirado antes de disparar la flecha. Los tres estaban como hipnotizados. De pronto se hizo silencio. Silencio con sólo el sonido prolongado de la campanilla en sus oídos. "Traiga un cesto de bambú y una taza de arroz" dijo el monje a la madre después de poner la campanilla en la mesa. Se secó el sudor de la frente con un sucio pañuelo de seda que sacó del bolsillo. La madre fue a buscar el cesto y la hija fue a ayudarla mientras el padre iba a buscar la taza de la cocina. El monje puso la taza en el cesto, y después el huevo de pato, la cuajada seca y la carne de cerdo. Después puso la rosa al lado del cesto y tomó uno de los amuletos. "Hay que pegar este amuleto en el cuarto de Liu-hsuan". La hija lo tomó y preguntó: "En su cama" El monje asintió: "Sí, en su cama". La chica corrió al cuarto con el amuleto, satisfecha de hacer algo que mereciera la aprobación de sus padres. Prendió la lámpara de noche en el cuarto de su hermano y cuidadosamente pegó el amuleto con engrudo sobre la colcha. Al terminar lo contempló por un momento; de pronto apoyó su rostro sobre la cama y cerró los ojos. No sabía cuánto tiempo había estado así cuando sobre­ saltada se puso de pie. Debatió consigo misma si debía apagar la luz. Pasó sus dedos lentamente sobre la mesa y la silla. Entonces salió, apagando la luz. De vuelta en el comedor vió que el monje había sacado el banquito de bambú y lo había puesto detrás del cesto lleno de cosas junto a la puerta de la cocina. Su madre no estaba allí; su padre estaba pegando un amuleto en la camiseta de su hermano. Todos esperaron; el monje descansaba en el banquillo de bambú, rascándose la nariz, el padre de pie junto a la puerta mirando al suelo sin pestañear. La madre entró corriendo y dió al monje un paquete de "dinero" de papel dorado para ceremonias, que éste puso en el cesto. Entonces anunció: "Cuando yo llame 'Liu­ hsuan, ven', ustedes me deben ayudar a llamarlo". La madre asintió con la cabeza, respirando rápidamente. El monje separó mucho sus piernas y mirando hacia arriba comenzó a tocar nuevamente su campana. Lentamente el sonido de la campana creció hasta llenar el aire con sus ecos. Sólo entonces empezó él su canturreo. Los tonos eran lentos y pesados, arrastrando los sonidos finales de cada frase causando un sentimiento de dolor. Oró a los cielos, agitando ligeramente su cabeza mientras sacudía la camiseta alrededor del cesto y en voz alta pidió a los "soldados celestiales" que trajeran el espíritu de Liu-hsuan. Enumerando detalladamente la edad del muchacho, su cumpleaños y su enfermedad, el monje rogó nuevamente a los espíritus celestiales que permitieran a su alma volver a la tierra. "Enviad de vuelta el espíritu de Liu-hsuan". La madre repitió: "Ah-hsuan, vuelve, Ah-hsuan, vuelve..." Su voz estaba cargada de tristeza y esperanza. Pronto vinieron las lágrimas. Apartándolas con una mano, continuó llamando en medio de sollozos temblorosos. La hija vió y oyó y sintió un gran peso que oprimía su pecho. Su madre le tomó la mano y en medio de sus sollozos le dijo:" Ah-lien, ayúdame a llamar". "Hermano, hermanito, vuelve... vuelve a casa..." Como petrificada abrió su boca y se imaginó que llamaba por su Mamá, por... ; no sabía si realmente estaba llamando o si era sólo una voz en su corazón, porque todas sus energías se dirigían a contener las lágrimas que amenazaban derramarse en cualquier momento. En otro rincón de su corazón otra voz le explicaba: esto es inútil, es pura superstición y por eso es inútil; si es de alguna utilidad es sólo como un pequeño consuelo momentario. Pero su garganta está anudada y sus ojos húmedos con las lágrimas. Luchando por dominarse, oyó6 de pronto la voz áspera de su padre: "Hsuan... hijo, vuelve; hijo vuelve... ", y con eso no pudo más y levantando el rostro dejó que las lágrimas corrieran libremente. Toda la ceremonia, la escena completa, flotaba en medio de sus lágrimas, aumentando, reduciéndose y desapareciendo. La oración ascendía hacia el cielo nocturno, el sonido de la campana tintineaba a la distancia, el "dinero" de papel dorado se había convertido en cenizas, el tigre blanco y el amuleto amarillo se mezclaban y después desaparecían. Deteniéndose abruptamente, el monje entregó la camiseta a la madre. "Que se la ponga mañana. El tigre blanco ha sido sacrificado, una persona útil aparecerá y desde esta noche habrá paz y seguridad". Después se dirigió al padre: "Las cosas en este cesto se deben poner al norte; usted guíe y yo lo seguiré. Las tres varillas de incienso deben ir a la cabecera de su cama". El padre levantó el cesto y salió seguido por el monje. (Continuará en el Nº próximo)

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