03/05/2024

Taiwan Today

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Lluvia

16/07/1976
(Por Tsung Yeh-tse, nacida en 1936, de la provincia de Shantung. Egresó de la Universidad Nacional de Taiwan en 1959, Ha firmado sus-cuentos con el nombre Tsung Su) No se podía decir que Ku Ai-lan fuera bonita, pero no era esa la razón por la cual, a los treinta y tres años de edad, todavía alquilaba un cuarto en una casa donde la dueña ponía mala cara a los niños y mantenía un aviso en caracteres rojos sobre la puerta de casa: "Cuartos para mujeres solteras". Ai-lan había vivido sola en este cuarto ya por cinco años. Desde aquel día cuando ofendida se había ido de la casa de su tío, vivía y comía sola, usando un pequeño hornillo de querosén para cocinar su avena y freir sus panqueques que salían amarillos y duros como una tabla. Había once o doce latas vacías de avena en su balcón de ladrillos rojos, en ordenada línea como una procesión de enanos regordetes vestidos de rojo brillante. Algunas de las latas se habían herrumbrado; otras estaban llenas de agua de lluvia. En otras trepaban caracoles y tres tenían pedregullo del cual crecían algunas hojas de verde de variedad desconocida. Ai-lan había dado algunas latas a la dueña de casa para guardar los granos para sus patos. Ai-lan también se lavaba su ropa. Cada pieza estaba almidonada rígida, sin la menor arruga. Cuando colgaba la ropa en su línea, cada pieza, hasta el menor pañuelo o una media de nilón o una cinta del pelo, estaba sujeta por brillantes broches de aluminio que aparecían tan rectos y ordenados como una fila de soldados con sus cascos, esperando la inspección. Su hábito de lavarse la ropa había comenzado muy temprano, aún cuando, diez años antes actuaba como jóven ama de casa de su familia en Peiping. Ya a la edad de ocho o nueve años le gustaba lavar y planchar sus pequeñas faldas y blusas. Eso hacía gracia a su niñera, quien se quedaba junto a ella mirando y sonriendo. Las tres llaves que colgaban de una cuerda azul de plástico eran las suyas propias; a donde iba ella, allá iban las llaves. La de cabeza chata era la llave de su puerta; la otra más gruesa era la del portón; y la más pequeña, tallada, abría su caja de metal marrón verdoso que contenía las fotos de sus padres y otros varios papeles. Cada vez que Ai-lan usaba esas llaves las volvía a poner en una bolsita de paño dentro de su cartera, la que cerraba cuidadosamente. Cada mañana, cada tarde, y las noches en que debía trabajar, debía usar el cierre relámpago. A veces llovía cuando bajaba del último ómnibus, y cuando abría el cierre relámpago en la obscuridad, empujando el portón, la lluvia goteaba sobre su sombrero impermeable, cayendo a la nariz, empañando sus anteojos y corriendo hasta la boca. Entornaba entonces los ojos y apretaba la boca, esforzandose por ver en la obscuridad. Pasando por el murmullo de la lluvia al caer en el jardín, iba en puntas de pie procurando no hacer ruido, pero no podía evitar el tictoc de sus zapatos sobre el húmedo camino de cemento. Una noche, mientras trataba de abrir el portón, sus llaves cayeron en el barro. Entornó los ojos espiando alrededor en busca de sus llaves. Finalmente las encontró, pero sus manos estaban llenas de barro. Al levantarse y apoyarse contra el árbol junto a la puerta, tocó algo blando y helado. Pensó que habría tocado un dedo con otro, pero la cosa se retorció; era una especie de sanguijuela grisácea y viscosa de esas que trepan en los árboles. Del cuarto de la dueña de casa, a la derecha del jardín, venía el sonido de ronquidos, como el carraspeo de un telar viejo. (Continuará)

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